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Columna publicada el 4 de enero de 2021 en El Heraldo

Después del gozo decembrino, la resaca más importante que nos queda tras este mes de fiesta es tener que sumarle un año más a nuestro calendario o, como decía mi abuela ‘mama Millo’, una arruga más. Los cánones del mundo moderno nos han impuesto la valoración exagerada de la juventud y del aspecto juvenil como bienes superiores, necesarios y casi imprescindibles. Se les otorgan valores y características connaturales de belleza, salud, alegría, fortaleza y felicidad. La vejez, en cambio, suele ser infravalorada y catalogada como sinónimo de decrepitud, sufrimiento, dolores, tristeza y enfermedad; incluso, motiva al desprecio y al abandono.

Tener apariencia joven se torna en la mayor aspiración para quien ya no lo es; de hecho, muchos solo validan los tiempos idos como expresivos de gozo y alegría, y malgastan su tiempo en añoranzas cuando tienen a la mano el mayor patrimonio que se puede poseer: la vida. Cada día, son más las personas obsesionadas en simular y presumir la lozanía juvenil a cualquier costo, incluso la vida, a través de cirugías, inyecciones moldeantes,  maquillaje excesivo, filtros fotográficos, tratamientos rejuvenecedores, etc., motivados primordialmente por ilógicas expectativas de cómo te percibe y valida la gente, y por un supuesto reconocimiento social.

Cada día aparecen más y más tratamientos que ofrecen fórmulas para el rejuvenecimiento o para poner en suspenso la llegada de la vejez, como si el tiempo pudiera manipularse a nuestro antojo y corriendo el riesgo, si abusamos de ellos, de convertirnos, desde el punto de vista mental, en adictos y, en lo físico, ‘cuchibarbies’ o ‘cuchiken’.

Pudiera ser comprensible el temor por la senectud y sus achaques, tanto como el que produce la muerte al desconocer por completo qué nos depara, pero no es lógico que, por anhelos de apariencia juvenil, nos esclavicemos de preocupaciones y tensiones emocionales que martirizan y nos hacen ‘de cuadritos’ la vida.

Esta columna no busca cuestionar el uso de medios para conservar la salud y lozanía, ni mucho menos despojar a los jóvenes de los méritos o condiciones de su edad, pues cada periodo provee a los seres humanos de una riqueza de experiencias, alegrías y satisfacciones invaluables. Solo quiero promover la búsqueda permanente de la felicidad y el bienestar en cualquier momento de la existencia, y apreciar y vivir cada fase de la vida con todos sus bemoles. Se puede ser extremadamente prolífico, feliz y gozoso en cualquier momento de ella.

No hay nada comparable con sentirnos a gusto con nosotros mismos y con quienes nos rodean, amar y ser amados; no perdamos jamás la capacidad de asombro, nunca dejemos de aprender, ni nos desprendamos del niño que llevamos dentro. Lo lógico es apropiarnos de lo mejor de cada etapa y llevar una vida sana, siempre comprometida con el crecimiento personal.

Particularmente, la madurez tiene el valor agregado de ese acervo de saberes y vivencias que solamente puede alimentarse con el transcurso del tiempo. Es, sin duda, la cúspide de la vida, llena de sabiduría y serenidad.

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